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Hombres de hierro (relato corto)


                    
HOMBRES DE HIERRO






No había nada que me gustara más que montar mi caballo y cabalgar por las estepas de mi reino. Sentir el viento rozarme el rostro como una caricia de los dioses y la luz del sol dorando mi piel. Jamás les colocábamos riendas, ni montura a nuestros caballos. Ellos eran una extensión de nuestros cuerpos, nuestros hermanos, nos uníamos a ellos en alma. Eso es sentirse vivo.
Cuando mi padre me obsequió a Sombra, yo era tan sólo un niño por lo que me críe viendo crecer a aquel potro. Cabalgue antes de aprender a caminar. Amaba enredarme entre las crines de mi pura sangre y dejarme llevar por aquellas tierras que eran de la familia. Nunca golpeaba sus ijares, siempre le hablaba y él había aprendido a responderme. Teníamos un lazo muy fuerte. Habíamos unido nuestras almas, no como amo y bestia, sino como iguales, como hermanos. Sombra era mi familia y yo la de él. Y mi pueblo vivía en paz.
Pero un día, los señores de las montañas con ojos decidieron que mi tierra, la tierra de mi padre y la de su padre antes que él, era buena para ellos. Marcharon con pueblos enteros, llevando el hierro sobre su cuerpo. Ondeaban las banderas de sus familias, las mismas que se dividirían mi hogar cuando todo hubiera terminado. La angustia se apoderó de mi tribu, ¿qué podíamos hacer nosotros con nuestras lanzas, contra aquellos que vestían de metal a sus caballos? Contra aquellos que cortaban el cuello de sus hijos, si este estaba en su camino hacia el poder. No, nada podíamos hacer. Pero sin embargo, lo hicimos.
Mi padre, el gran Zumar, formó sus huestes. Cada hombre, anciano o niño que pudiera empuñar una lanza o blandir un hacha se erigió a su lado con el orgullo de la tribu en su sangre. Yo apenas tenia catorce años en ese entonces, pero me ubiqué al lado del brazo derecho de mi padre como indicaban las leyes de nuestro pueblo. Tenía tanto miedo, era la primera vez que empuñaba mi lanza contra los hombres de hierro, o contra cualquier hombre. Sentía mi corazón palpitar tan fuerte y también sentía el de Sombra, que golpeaba como un tambor de batalla.              
Era un mar, un extenso mar de metal el que se nos venia encima. A lo lejos, no se diferenciaban los caballos cubiertos de hierro de los rostros de los combatientes embotados en sus yelmos, pero podíamos ver sus espadas relucir en lo alto. Más aún, las pudimos sentir cuando nuestras huestes se encontraron con aquel ejército. Un estruendo metálico se repitió mil veces en el eco de la llanura de nuestro hogar. Y yo, decidido, ordené a Sombra avanzar contra aquella marea impenetrable.
Nuestros hombres lucharon, por los dioses que lo hicieron con valentía y orgullo, pero aquellos estaban embutidos en sus corazas y dañarles fue casi imposible. Veía a mis hermanos combatir contra aquellos que intentaban robarnos lo que era nuestro por derecho de nacimiento, y me bullía la sangre y arremetía con mi lanza hacia los costados tratando de ensartar a algún enemigo. Y Sombra, mi fiel hermano, bufaba y golpeaba con sus patas delanteras a los que trataban de atacarme, me defendería con su vida si fuera preciso.
Imprevistamente, uno de esos hombres de hierro rodeó los cascos de mi caballo y arremetió contra mí. Me sorprendió, pero me repuse y lo golpeé con la fuerza que tenía a mi edad, pero no fue suficiente para voltearle. Él, en cambio, pudo asestar un zarpazo a Sombra, que trastabilló y me hizo caer sobre el suelo arcilloso dejándome casi inconciente.
Aquel guerrero se acercó, y pude ver como sonreía a través de su ropa de hierro que rechinaba al caminar. Era extraño, yo no tenia miedo, solamente trataba de imaginar que podía convencer a un hombre que el único camino para ser feliz, era robarles su hogar a otros. El enemigo levantó su espada, embebida en la sangre de mi querido Sombra, para rematarme. Me preparé para la muerte, como nos habían preparado de niños en mi tribu. Cerré los ojos esperando el golpe.
De pronto, escuché el relincho de Sombra y pude ver como sus cascos le partían la cabeza aquel hombre de hierro, que con los ojos impregnados de terror y sorpresa se desmoronó sobre mi pecho. Sombra caminó hacia mí, tenía en su rostro esa mirada de ternura que siempre hacia cuando quería que le acariciara el hocico, resopló y luego cayó muerto a mi lado.            
Es tarde, vi morir a mi padre, a Sombra, a mis hermanos y a mi pueblo. Vi a las mujeres sometidas y a mis campos quemados. Vi a una tribu entera luchar contra el exterminio y perecer por sus ideales. Vi la derrota con mis propios ojos.
Aún no comprendo por qué no me mataron; quizás me confundieron con uno más de los muertos del campo de batalla, o talvez necesitaban que alguien contara lo sucedido. No lo se, de cualquier modo los hombres de hierro habían ganado.









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